LA JOVEN QUE SE CASÓ CON EL DIABLO
Cuento de Sofía Texcahua, del libro "Otras leyendas de Xochimilco", de Arturo Texcahua
Otras leyendas de Xochimilco es una recopilación de leyendas y relatos amenos surgidos de la tradición oral de una zona de la Ciudad de México nutrida de una gran cultura popular.
"Hace muchos años había un manantial en La Noria, un ojo de
agua. Por eso allí está un pozo que hoy se sigue explotando, pero con
maquinaria y sin bellos paisajes.
El lugar también se ocupaba para que las mujeres, como era
costumbre, laváramos la ropa sucia de la familia y aprovecháramos la ocasión
para platicar y pasarnos noticias más conocidas como chismes, mientras
fregábamos, enjuagábamos y secábamos la ropa. El ojo de agua era peculiar. Sin
que nada cayera en su superficie, el agua salpicaba de pronto, principalmente
cuando alguna chica bonita se acercaba a sus orillas. Súbitamente emanaba un
chorro de su superficie, como si hubiera una fuente artificial. Las jóvenes
querían tocar aquella fuente repentina, pero las mujeres mayores lo impedían,
según ellas, porque el Diablo estaba detrás de todo aquello y lo que realmente
deseaba era enamorar a las inocentes para arrancarles el alma. Por eso el agua
parecía hechizada.
Quizá por ello a mi madre no le gustaba que mi hermana y yo
frecuentáramos el manantial. Una vez, las dos necesitábamos unas prendas
limpias para el día siguiente y tuvimos que ir a lavar por la tarde. A esa hora
casi todas las mujeres ya habían terminado su labor y regresaban a sus casas,
sólo un par de ancianas permanecían aun doblando su ropa. El agua estaba más
inquieta de lo normal, y en un momento teníamos mojados los cabellos, las
mejillas y los pechos.
Aún no salíamos del asombro por la salpicada, cuando llegó un
catrín, un joven atractivo y bien vestido, que de inmediato nos lanzó alegres
piropos.
—Deje de fregar y lárguese —le gritó molesta mi hermana.
Él siguió allí e
insistió; al notar que lo ignorábamos se inclinó hacia el manantial, con su
mano recogió un poco de agua y se la aventó a mi hermana. Ella enfureció, llenó
de agua una jícara y empapó al catrín. Un tenue arcoíris coloreó parte de su
cara sonriente. “¡El Diablo! ¡Es el Diablo!”, gritaron las viejas señoras,
horrorizadas, y se arrodillaron para rezar. No supimos cómo el catrín se fue.
Pero nosotras aprovechamos la confusión para tomar nuestras cosas e irnos.
Apresuradas, corrimos a nuestra casa, apenas podíamos sujetar nuestra ropa por
lo nerviosas que estábamos. Al cruzar el puente de San Marcos, vi una sombra
desvaneciéndose al final. En cada esquina me parecía ver arcoíris difuminados
por las sombras del atardecer. Nos detuvimos en la entrada de nuestro hogar, en
el barrio de Tlacoapa, donde mi madre platicaba con mis tíos.
—¿Qué pasó? —yo no sabía que responder.
Mi hermana se carcajeó, la intensidad de la carcajada me
sobresaltó. Mi mamá nos observó con extrañeza.
—Nada, nada, sólo estábamos jugando
—respondió ella y me jaló a nuestro cuarto—. Esas viejitas
locas nos asustaron; sólo era un tarado cualquiera.
—Sí, tienes razón.
Unos días después, una fiebre, acompañada de tos y vómitos,
llevó a la cama a mi hermana, quien se revolvía entre las sábanas, con el
blusón empapado, inquieta y cubierta de sudor. Su estado era tal, que mis
padres temieron que muriera. Llamaron al doctor, pero éste no logró mejorar su
condición, aun con todos los medicamentos y cuidados recetados.
Una semana después recibimos una visita inesperada: el
misterioso catrín del manantial. Al verlo me molesté muchísimo, porque estaba
segura de que él había causado la enfermedad de mi hermana; quise correrlo,
pero mis padres no me lo permitieron.
—Creo que sé cómo ayudar a su hija. Ya que la medicina no ha
sido útil, tal vez el sacramento del matrimonio sí lo sea. En ese caso, yo
podría casarme con ella, y si no funciona, encontraré un médico que pueda
curarla.
Mis padres y el catrín lo discutieron y acordaron celebrar la
boda dos días después. Mi pobre hermana, pálida, sudorosa y débil, utilizó el
vestido de novia de una prima. La misa fue rápida y sin grandes preparativos.
La pareja salió de la Parroquia de San Bernardino y se fue de inmediato. Nadie
lo objetó. Era obvio que mi hermana quisiera regresar a casa, se veía fatal.
Pero cuando la familia, los invitados y yo regresamos a Tlacoapa, descubrimos,
para nuestra sorpresa, que mi hermana y el catrín no estaban. “Tal vez fueron
al doctor. No, no, ya se veía mejor al salir de la iglesia, se fueron de luna
de miel. ¿Y los padres del novio? ¿Habrán ido a verlos? Sus padres murieron
hace un tiempo, él vivía con su abuela. Ya regresarán, apresúrense que la
comida se enfría”.
Mi hermana y el catrín jamás regresaron. Los primeros días la
preocupación afectó a mis padres; luego, con el paso de los días, semanas y
años, la gente se olvidó de ellos, del Diablo, del agua coqueta y de mi
hermana. Todos parecieron olvidarla, menos yo.
Me contaron que en una ocasión, cuando ya era poco habitual
ir al lavadero de La Noria, en el reflejo cristalino del ojo de agua, algunas
lavanderas vieron con nitidez la figura de una bella joven vestida de blanco,
que cosía y reía; en su hombro derecho descansaba una mano, cuyo cuerpo se
desvanecía entre las ondas acuáticas. Era mi hermana, lo sé, y ese maldito
esposo que se la llevó. Nunca me atreví a visitar de nuevo el lavadero, luego
desapareció.
A veces me pregunto dónde estará ella, si podré ver su reflejo en un charco formado donde antes estaba el manantial; o, durante los días lluviosos, reconocerla en algún arcoíris diabólico atravesado por un rayo casto; o, quizás, recoger su recuerdo, perdido entre el agua negra de alguna alcantarilla de la zona".
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